Cómo y por qué nos hemos instalado en este lenguaje y en este conjunto de metáforas, es decir, en la idea de que internet es un agente de cambio similar a la imprenta, constituye en sí una cuestión de profunda importancia y que nuestros intelectuales digitales evitan abordar como se merece.
La gran equivocación intelectual que podríamos cometer sería suponer que, de alguna manera, si reflexionamos lo bastante sobre internet llegaremos a la respuesta adecuada sobre lo que sucederá en el mundo una vez todo sea digital y esté interconectado.
¿Qué significa reflexionar sobre «las repercusiones políticas de internet» hoy, una tarea de lo más compleja que se me ha pedido hacer para este artículo?
Una respuesta fácil, demasiado fácil tal vez, consistiría en limitarme a seguir el camino intelectual preferido de los medios, los expertos y los críticos culturales, a saber, que podemos dar por sentado que todos sabemos lo que es internet.
Como le ocurría al juez estadounidense de la famosa anécdota con la pornografía, nos resulta muy difícil definir qué es internet, pero lo reconocemos cuando lo vemos.
Si ese es el camino que quiero seguir, entonces es probable que mi examen de las repercusiones políticas de internet resulte conflictivo, no concluyente y, muy posiblemente, infinito. Por cada aspecto positivo de internet que se pueda argumentar, por ejemplo, «Oye, internet fue bueno para la Primavera Árabe.
¡Mira cuánta gente se congregó para derrocar a Mubarak!», nuestro interlocutor imaginario encontrará con toda probabilidad otro negativo: «Internet fue malo para la Primavera Árabe, piensa en toda la vigilancia y en el fracaso a la hora de movilizar a las masas digitales después de la primera oleada de protestas en 2011».
Este pimpón intelectual —en el que una de las partes encuentra un ejemplo positivo que es de inmediato contradicho por la otra parte con un ejemplo negativo igualmente convincente— lleva jugándose, bajo distintas modalidades, durante los últimos 15 años. El impacto de internet tanto en estados autoritarios como en democracias ha sido analizado de esta manera, es decir: hasta el último detalle del funcionamiento de regímenes políticos específicos.
Así, los debates sobre la «burbuja de filtros» (cortesía de Eli Pariser), sobre la polarización de la opinión pública (cortesía de Cass Sunstein) o sobre los aspectos bien estimulantes, bien catastróficos de de el punto de vista intelectual de los medios de comunicación sociales (cortesía de Nicholas Carr y Clay Shirky, respectivamente) pueden muy bien enmarcarse dentro de esta discusión más amplia sobre si —por simplificar todavía más la pregunta inicial— «internet» es en sí mismo bueno o malo para la democracia y la política.
En tanto participante activo en algunos de estos debates de los últimos cinco años, pronto he llegado a la triste conclusión de que en muchos asuntos altamente controvertidos no es extraño que ambas partes tengan y no tengan razón ¡simultáneamente! A menudo los oponentes hablan sin escuchar al otro o se centran en dos (o más) aspectos distintos del problema, ajenos de alguna manera al hecho de que, una vez abandonemos los intentos por alcanzar un resultado final —si dejamos de comparar los aspectos negativos de internet de nuestra lista con los positivos—, quizá logremos conciliar ambas perspectivas… o rechazarlas. La razón de que no lo hagamos es que parece existir una suerte de fuerza gravitatoria en nuestros debates sobre tecnología que interviene en cada una de las conversaciones, de manera que estas terminan versando sobre las repercusiones de internet en general. ¿Para qué reflexionar sobre el mundo? Reflexionemos sobre internet, que es lo que está de moda.
En mis dos libros a esta fuerza gravitatoria la he llamado «internetcentrismo» y, en mi opinión, es con mucho la repercusión política más importante de internet, entre otras razones porque levanta una serie apenas perceptible de barreras y semáforos intelectuales que guían nuestros debates hacia determinadas conclusiones o, en el peor de los casos, los deja atrapados en todo tipo de atascos intelectuales donde tienden a quedarse durante décadas.
La única vía de salida de este punto muerto intelectual es despejar esos atascos; no deberíamos empeorar las cosas empeñándonos en circular por dudosos supuestos metafísicos de nuestra propia cosecha.
Tomemos un ejemplo al que ya he hecho referencia, el debate sobre el impacto de internet en la Primavera Árabe, un debate destacado que se vuelve aún más complejo por el hecho de que son revoluciones todavía en marcha. ¿Por qué nos resulta tan difícil aceptar que la proliferación de tecnologías digitales pueda, dadas las condiciones políticas, económicas y sociales favorables, ayudar a un grupo de jóvenes altamente motivados a movilizar a sus seguidores y a divulgar sus protestas al tiempo que permite a aquellos en el poder, y sobre todo a la policía secreta, seguir más de cerca los movimientos de sus oponentes? O ¿por qué no podemos aceptar que, en ausencia de esas condiciones políticas, económicas y sociales favorables, es probable que quienes están en el poder usen esas mismas tecnologías en beneficio propio, ya sea para difundir propaganda, vigilar, acosar, censurar o espiar? ¿O que estas tecnologías digitales pueden estar desempeñando un papel importante a la hora de crear, por un lado, condiciones políticas, económicas y sociales favorables (amparando un mayor acceso a la información, creando puestos de trabajo o debilitando la autoridad dogmática) que hacen posible la democratización y, por otro, creando condiciones políticas, económicas y sociales (el debilitamiento de los partidos políticos oficiales, el aumento de la marginación de las clases bajas desconectadas o la capacidad de diseminar propaganda religiosa) que entorpecen dicha democratización? ¿Por qué al parecer no somos capaces de tener estas múltiples perspectivas de internet presentes al mismo tiempo?
Lo que quiero decir con todo esto es que, a medida que prácticamente todas nuestras actividades sociales se digitalizan, resulta arrogante por nuestra parte esperar ser capaces, de alguna manera, de identificar cuál es el papel de internet en todo el proceso.
Dadas la ubicuidad y el bajo coste tanto de la digitalización como de la conectividad, lo que llamamos «internet»— y aquí no me estoy refiriendo únicamente a ordenadores de mesa y portátiles y routers, sino también a smartphones y a Internet de las cosas y de los sensores baratos— está invadiendo hasta el último rincón de nuestra existencia.
Esto de ninguna manera es algo malo en sí mismo. Diseñado y gobernado de manera apropiada, puede ser, de hecho, extremadamente liberador y un avance saludable para la democracia.
Pero lo que necesitamos entender es que, una vez internet está en todas partes, una pregunta del tipo «¿Cuáles son las repercusiones políticas de internet?» pierde en gran medida su significado, en parte porque equivale a preguntar «¿Cuáles son las repercusiones políticas de todo?». Es posible que una supercomputadora gigante fuera capaz de contestar a esta pregunta; el problema es que todavía no la hemos inventado.
Consideremos un paralelismo misterioso y también un poco extraño. Supongamos que tomamos el mismo caso de estudio, la Primavera Árabe, pero en lugar de internet, lo que se quiere identificar son las repercusiones políticas del dinero.
De manera que se entrega a todo el mundo (el ejército, los dictadores, la oposición laica, la oposición islámica y las instituciones religiosas) 100 millones de dólares para que los gasten como consideren. Bien, es evidente que, si nos limitamos a la teoría y hablamos en abstracto, no seremos capaces de predecir el impacto de esta inyección de liquidez.
Es posible que la oposición la utilice para imprimir más panfletos o para fortalecer sus alianzas con los sindicatos. Quizá envíe a algunos de sus líderes a formarse en el extranjero. O puede que se limite a robar parte del dinero. Tal vez el Gobierno la use para comprar más armas. O para contratar a más policías. Puede que adquiera más material de vigilancia.
Pero también es posible que las instituciones empleen el dinero para construir una espléndida mezquita que contribuya a aplacar los ánimos.
Contestar a una pregunta como «¿Cuáles son las repercusiones políticas del dinero?» en este caso requeriría saberlo todo sobre cómo funciona una sociedad, tener una comprensión óptima de su tejido social, poder predecir qué alianzas es probable que se formen y cuándo. Claramente se trata de una pregunta mucho más compleja de lo que a simple vista parece.
De otro modo, los miles de millones del Gobierno estadounidense (que no puede decirse que tenga escasez de expertos en Oriente Próximo) que se destinan a ayuda exterior para determinados regímenes de Oriente Próximo hace tiempo que habrían dado como resultado gobiernos democráticos. Así, en retrospectiva, se antoja una pregunta algo tonta que muy pocos formularíamos.
Pero ¿por qué no percibimos las mismas limitaciones cuando se trata de preguntarnos por las «repercusiones políticas de internet»? ¿Existe una manera mejor de conservar el espíritu de esta pregunta, y seguir obteniendo respuestas, si la formulamos de manera distinta? Abordar la primera cuestión nos daría una pista para la segunda.
La razón de que sigamos haciéndonos preguntas del tipo «Entonces, en conjunto, ¿internet es bueno o malo?» tiene que ver con nuestra firme convicción de que es un medio y, en tanto medio, tiene cierta coherencia —una suerte de lógica— que, una vez aplicada a las instituciones políticas y sociales, puede moldearlas de acuerdo a lo que exige la lógica de internet.
Uno podría argumentar que, cuando se trata de dinero, estamos tratando también con un medio cuya lógica —dirían algunos— es crear mercados. Esto es cierto de una manera trivial, pero nuestros supuestos sobre internet y su lógica son mucho más profundos y también más amplios. Por ejemplo, la mayoría de nosotros cree que internet es un medio del tipo «o esto o lo otro», o bien que se trata de una herramienta para sojuzgar (es decir, que favorece a quienes gobiernan) o para liberar (es decir, que favorece a los gobernados). Que pueda hacer las dos cosas, y que pueda hacerlo de maneras distintas dependiendo de las condiciones históricas específicas en un país determinado, es una idea que resulta difícil de cuadrar con nuestra manera de pensar sobre este medio.
Porque ¿qué es internet? Es un conjunto de servicios, plataformas, estándares y comportamientos de usuarios. Cabría pensar que las plataformas, por tomar solo un ejemplo, son las mismas en todas partes. Pero por supuesto no es así. Y no es únicamente cuestión del dispositivo digital.
Las plataformas online más populares en Rusia (LiveJournal o VK) tienen diferentes modos de gobernanza, diferentes políticas en lo referente a la libertad de expresión, funcionalidades distintas de las que son populares en Estados Unidos o en China. Sí, puede que a todas las llamemos «plataformas online» o «plataformas de blogs», pero, a un micronivel, a ese nivel que conforma la interacción con el usuario y el comportamiento de este, son profundamente distintas.
Estas plataformas, cuya evolución ha estado condicionada por la peculiaridad de las condiciones políticas en las que surgieron, han dado lugar a ciudadanos distintos y a formas distintas de hacer política.
Esto no quiere decir que no puedan originar políticas democráticas, protestas y manifestaciones de ira pública —como bien sabemos por las noticias—, pero, aun si es así, probablemente lo hacen por vías y modalidades diferentes de comportamiento. Con ello deseo apuntar que quizá no sea buena idea tomar una instantánea de la totalidad de plataformas, comportamientos y usuarios de un país, llamarla «internet» y a continuación compararla con una instantánea de la totalidad de otras plataformas, otros comportamientos y otros usuarios de otro país sobre la suposición falsa de que todo es, en cierta manera, internet. No es el mismo internet, nunca lo ha sido y nunca lo será.
Pero es que incluso en el contexto de un único país parece imposible responder nuestra pregunta inicial sobre las «consecuencias políticas de internet». Si, digamos, «el internet ruso» está hecho de plataformas, estándares, comportamientos de usuario, etcétera, y si admitimos que tanto su composición individual como la forma en que se relacionan los unos con los otros son en sí mismos producto de la historia, la política, la economía y la cultura, entonces estamos preguntando en esencia por las «consecuencias políticas de la política», una tautología donde las haya. La noción de internet tal y como se emplea en el discurso popular no es el mismo «internet» que experimentan los usuarios sobre el terreno
No existe una idea platónica de internet, tampoco un objeto abstracto y estable alrededor del cual podamos construir una filosofía o una ciencia política o sobre cuyas repercusiones podamos reflexionar. Es decir, por supuesto que existe en cuanto a presencia ubicua en nuestro debate público, pero eso no es internet tal y como lo experimentan sus actores —los que hacen de verdad la política— sobre el terreno.
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